Jorge Daniel Camarena coordinó la publicación del Washington Post en México y ha sido coeditor de política. Se ha especializado en la agenda binacional entre México y Estados Unidos.
“El grave caso de los 43 estudiantes sometidos a desaparición forzada en septiembre de 2014 en el Estado de Guerrero ilustra los serios desafíos que enfrenta el Estado (mexicano) parte en materia de prevención, investigación y sanción de las desapariciones forzadas y búsqueda de las personas desaparecida”, sentencia el Comité contra la Desaparición Forzada de la ONU en el párrafo introductorio del inciso C, titulado Principales motivos de preocupación y recomendaciones, de su informe publicado el pasado viernes 13 de febrero de este año.
El inciso anterior, titulado Aspectos Positivos, saluda en la mayoría de sus puntos, la incorporación y seguimiento que el Estado mexicano le ha dado a la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas. También reconoce la existencia de una sociedad civil y la Comisión Nacional de los Derechos Humanos como contrapeso para la aplicación del contenido de la precitada Convención por parte del Estado mexicano.
El reporte completo se enfoca en emitir puntualmente sus recomendaciones en la materia al gobierno mexicano. Lo hace sin una retórica paternalista o condescendiente.
No obstante, la respuesta del gobierno mexicano ante el documento del Comité fue inmediata y resentida.
El mismo viernes 13, la Secretaría de Gobernación (Segob) emitió el boletín de prensa 133 en el cual, en tres párrafos parcos, recibe –de mala gana– las recomendaciones expedidas por el organismo internacional. En el tercer párrafo, la secretaría afirma que “las recomendaciones emitidas por el Comité no reflejan adecuadamente la información presentada por México ni aportan elementos adicionales que refuercen las acciones y compromisos que se llevan a cabo para solventar los retos mencionados”.
Esta no es la primera vez que el Estado mexicano o alguna de sus instituciones recrimina y descalifica a un organismo internacional en materia de Derechos Humanos. Apenas el lunes de la semana pasada, la Procuraduría General de la República (PGR) se enfrascó un enfrentamiento de declaraciones con el Equipo Argentino de Antropología Forense, acerca de las acciones llevadas a cabo por ambas instituciones en las pesquisas sobre el caso de la desaparición de los 43 normalista de Ayotzinapa, el cual concluyó con la PGR asegurando que el grupo de peritos pretendía “sembrar la duda” y que “sus alcances” en conocimiento “no son válidos como expertos”.
La descalificación de la PGR podría tomarse más seriamente de no ser por un reportaje publicado el mismo viernes 13, por el diario mexicano Reforma, el cual evidencia que un funcionario adscrito a la delegación de la PGR en Guadalajara aprovechó su cargo para seleccionar y secuestrar a personas de altos recursos económicos que acudían a presentar denuncias a su oficina.
Luis Felipe Molina García, ex auxiliar del agente del Ministerio Público de la PGR en Jalisco, plagió y asesinó de tres tiros en la cabeza a Julio Diego Velasco Muñoz, de 23 años, aprovechándose de la información que éste último le proporcionó al presentar una denuncia por el extravío de su licencia de piloto.
Al tomar esto en consideración, resulta difícil creer en una institución dependiente directa del gobierno federal mexicano, que no tiene un efectivo control de confianza en su personal, y que al mismo tiempo descalifica a un órgano de envergadura internacional, como lo es el Equipo Argentino de Antropología Forense.
Lo mismo pasa con la reacción que tuvo la administración del presidente Enrique Peña Nieto con el Comité de la ONU, justo al tiempo que las desapariciones forzadas en el país se encumbran al nivel más alto en lo que va del siglo.