Jorge Daniel Camarena coordinó la publicación del Washington Post en México y ha sido coeditor de política. Se ha especializado en la agenda binacional entre México y Estados Unidos.
El pasado martes 3 de febrero, en un evento que generaba mucha expectativa, dado el reciente anuncio del secretario de Hacienda mexicano, Luis Videgaray Caso, sobre un recorte al gasto público de 124 mil millones de pesos (algo así como 8 mil 500 millones de dólares), el presidente Enrique Peña Nieto sorprendió con un nuevo nombramiento dentro de su gabinete.
Virgilio Andrade Martínez fue nombrado el nuevo titular de la Secretaría de la Función Pública, el ente encargado de evaluar y vigilar el ejercicio público del gobierno de nivel federal, dependencia que resucitó de una eliminación absoluta con la unción de su nuevo jefe de oficina.
Durante el evento, el presidente anunció en tono triunfalista que había instruido personalmente al nuevo secretario investigar el posible conflicto de interés del que es acusado, debido a la compra de lujosas propiedades hecha por la primera dama, Angélica Rivera de Peña y Luis Videgaray a uno de los contratista predilectos de la actual administración federal, Juan Armando Hinojosa Cantú.
El nombramiento de Andrade fue, sin espacio a duda, una reacción de la administración federal para tratar de mitigar las constantes ofensivas de la oposición por el tema de las propiedades; una respuesta al declive de la popularidad del presidente, ideada con el fin de tratar de validarse ante una sociedad mexicana cada vez más crítica; y un movimiento que alguien en el grupo de asesores del mandatario pensó daría cumplimiento a las promesas presidenciales de favorecer la lucha contra la corrupción desde adentro. Una estrategia infalible, de gana-gana, pensarían algunos dentro del think tank en Los Pinos.
La cuestión con dicha estrategia es que, por muy bienintencionada que luzca, es, por decirlo de manera suave, naïve y difícilmente representará un beneficio real para la imagen presidencial.
El principal problema es que el mismo nombramiento es un conflicto de intereses, y no por el hecho de que se trate de un empleado federal investigando a su patrón, el presidente de la República, sino porque Andrade es amigo muy cercano del secretario de Hacienda; es militante del partido en el poder, el PRI; colaboró en la campaña del presidente; y ya formaba parte del gobierno federal, hasta antes de su nombramiento era el titular de la Comisión Federal de Mejora Regulatoria, en la Secretaría de Economía.
Si el presidente quería enarbolar la bandera de la lucha contra la corrupción al predicar con el ejemplo, debió de haber creado una comisión independiente, alejada de la injerencia federal y de su partido.
Resulta evidente que el movimiento se trata realmente de una decisión meramente política.
A estas alturas, el gobierno federal, el presidente y sus asesores deberían de haber asimilado que las soluciones huecas no generan sino más problemas. El ejemplo más claro de ello es la estrategia de seguridad: la administración peñista optó por no hablar de la flagelante violencia criminal que impera en México apostándole a que la menor cobertura sería igual al olvido. El resultado de esta decisión está resultando más doloroso para los mexicanos en Tamaulipas, Michoacán, Guerrero, Veracruz y el Estado de México.