Nueva York.- La artista cubana Carmen Herrera dice que aún rebosa de ideas que quiere plasmar en sus lienzos, pero la centenaria no siente ninguna urgencia para apurarse.
“No dejo que nada me presione”, dice Herrera, quien cumplió 100 años el domingo.
Pinta desde la década de 1930, pero no vendió su primera obra hasta el 2004, cuando tenía 89 años. Luego de eso el reconocimiento llegó rápidamente. Hoy sus cuadros forman parte de las colecciones permanentes de grandes museos que incluyen el Museo de Arte Moderno de Nueva York y el Tate Modern de Londres.
“Blanco y verde”, una pintura blanca de 1959 dominada por un triángulo invertido verde, es parte de la exhibición inaugural del nuevo Museo Whitney de Arte Americano en Nueva York, que planea dedicarle toda una muestra en el 2016.
Este mes, su trabajo será presentado en Art Basel en Suiza y en octubre en la feria Frieze Masters en Londres.
Cuando la Galería Ikon en Birmingham, Inglaterra, presentó una exhibición en solitario de Herrera en el 2009, el diario The Observer de Londres la elogió como “el descubrimiento de la década” y preguntó “¿cómo no habíamos visto estas brillantes composiciones antes?”. Una retrospectiva en el museo alemán Pfalzgalerie vino después.
Sus pinturas son abstracciones geométricas simples acentuadas con uno o dos resaltantes colores primarios.
“Ella es una destiladora”, dijo su amigo y vecino, el pintor puertorriqueño Tony Bechara, al describir sus radiantes obras. “Es una abstraccionista que tiende al minimalismo. … Puede comenzar con una pintura que tiene tres formas y después de una semana reducirlas a una. … Hay cierta cualidad asociada con la simplicidad espiritual de su trabajo y de su vida”.
Así como su obra es minimalista, Herrera es una mujer de pocas palabras. Precisas y al grano.
Durante una entrevista una mañana en su modesto pero alegre apartamento de Manhattan, en un edificio de tres pisos sin ascensor en la calle 19 Este, la artista de cabello plateado bebió whisky en las rocas y golpeteó sus elegantes dedos largos contra una mesa de madera mientras hablaba animadamente sobre su vida y su carrera. Alternó entre inglés y español, que Bechara tradujo.
Nacida en La Habana en 1915, su padre fue el editor fundador del diario El Mundo y su madre una periodista. De niña tomó clases de arte, asistió a una escuela de élite en París, estudió arquitectura y se entrenó en la Liga de Estudiantes de Arte en Nueva York. En 1939 se casó con Jesse Loewenthal, un profesor de inglés de la escuela secundaria Stuyvesant en Manhattan.
Desarrolló su estilo artístico durante los años de posguerra en París, donde la pareja vivió de 1948 a 1953. En París y Nueva York socializaron con artistas que incluyeron a Jean Genet, Barnett Newman, Wifredo Lam y Willem de Kooning. Herrera se unió a la influyente galería parisina Salón de Nuevas Realidades, donde exhibió junto a exponentes del arte abstracto como Max Bill y Piet Mondrian.
Pero aunque sus obras se presentaban aquí y allá, incluyendo en el Museo Alternativo en 1984 y El Museo del Barrio en Nueva York en 1998, nunca vendió nada.
Bechara dijo que Herrera y otros artistas que vivían en el vecindario en los años 60 y 70 “sabían que ella tenía algo importante y todos nos preguntábamos cómo no estaba siendo reconocida”.
Su gran oportunidad llegó cuando fue incluida en un show en el 2004 en la galería Latin Collector en Manhattan, gracias a Bechara.
El dueño de la galería, Frederico Seve, se quejó con Bechara durante una cena de que uno de tres pintores geométricos latinoamericanos se había retirado de una próxima exhibición. Bechara le presentó a Herrera. Seve quedó cautivado, la incluyó en la muestra y llamó a varios coleccionistas.
“El New York Times y otras publicaciones hicieron reseñas maravillosas y esta vez vendió”, dijo Bechara. Ella Fontanals-Cisneros, una coleccionista con una fundación de arte en Miami que lleva su nombre, compró cinco pinturas. La coleccionista y filántropa Estrellita Brodsky adquirió igual número de cuadros y la presidenta emérita del MoMA Agnes Gund compró varios y le donó uno al museo.
La Galería Lisson, que representa a Herrera, se interesó en su trabajo luego que su propietario lo vio en una exhibición en Londres.
“Estaba terminando las obras y poniéndolas en una caja cuando él vino y dijo, ‘¿puedes sacarlas de la caja?”’, relató Bechara. “Casi le digo que no. Él se interesó. Es una de las galerías más importantes del mundo y entonces se corrió la voz”.
¿Estaba Herrera decepcionada de que el reconocimiento la eludiera tanto tiempo?
“En verdad no”, dijo la artista. De algún modo fue liberador, explicó, pues le dio la libertad de hacer lo que le nacía sin las presiones del mercado.
Pero cuando se le preguntó por qué cree que tomó tanto tiempo, dijo que fueron los “prejuicios contra las mujeres” artistas en una época en la que el expresionismo abstracto de la posguerra, dominado por los hombres, era lo que estaba en boga, no su estilo de composiciones geométricas.
Recordó lo que le dijo el dueño de una galería de Manhattan: “Carmen, puedes pintar alrededor de los pintores que tengo aquí pero no te doy una exposición porque eres mujer”.
La fama no ha cambiado su estilo de vida. Continúa pintando a diario; “todavía tengo mucho que decir”, asegura.
La celebración de su cumpleaños fue un evento sencillo en un restaurante local al que asistieron 30 invitados, cada uno de los cuales recibió una pequeña pintura firmada por Herrera, impresa en el reverso del menú. El pastel de cumpleaños se basó en un diseño que recientemente terminó.
Cuando se le preguntó cómo le gustaría que la recuerden, Herrera respondió: “No quiero ser recordada”. Pero cuando la pregunta fue reformulada a “¿cómo quiere que su arte sea recordado?”, no titubeó.
“Maravilloso”, dijo.