Iguala, México.- Dice que “desapareció” por primera vez a un hombre a los 20. Nueve años después, agrega, ha eliminado a 30 personas, quizá a tres de ellos por error.
A veces siente remordimiento por el trabajo que hace, pero no se arrepiente porque cree que ofrece una especie de servicio público al defender a su comunidad de gente de fuera. Las cosas, dice, sería mucho peores si sus rivales tomaran el control.
“Muchas veces tu pueblo, tu ciudad, tu colonia está siendo invadida por gente que tú crees que va a perjudicar a tu familia, a tu pueblo, a tu sociedad”, dice. “Y pues tienes que actuar, porque el gobierno no va a venir a ayudarte”.
Tiene 29 años y opera en la Costa Grande de Guerrero, una zona al suroeste del estado donde se localiza el puerto turístico de Acapulco así como terrenos utilizados para el cultivo de amapola y marihuana. Varias zonas del estado están controladas o son disputadas por carteles de las drogas que trafican goma o pasta de opio al mercado de Estados Unidos y poco más de 1.000 personas han sido reportadas como desaparecidas desde 2007, una cifra menor al que algunos creen que han desaparecido ahí.
El drama de los desaparecidos y sus familiares irrumpió en la conciencia pública el año pasado, después de que 43 jóvenes que estudiaban para maestros fueron detenidos por la policía en la ciudad de Iguala y nunca más se supo de ellos.
De pronto, cientos de otras familias de esa y otras áreas de Guerrero se animaron a hacer públicos los secuestros de sus seres queridos, conocidos como “Los Otros Desaparecidos”. Ellos han contado las historias de sus esposos, hijas y hermanos desaparecidos por miembros de algún cartel de las drogas o por parte de autoridades corruptas.
Esta es la historia del otro lado, la de un hombre que secuestra, tortura y mata para un grupo del narcotráfico. Su relato refleja lo relatado por sobrevivientes y familiares de víctimas, y parece confirmar sus peores temores: varios, si no la mayoría de los desaparecidos, nunca regresarán a casa.
“¿Has desaparecido personas?”, se le pregunta.
“Sí”, dice sin vacilar, sentado en una silla blanca de plástico.
En México y otros lugares donde los secuestros son comunes, la palabra “desaparecido” es un verbo y un adjetivo usado para describir la situación de quién no se sabe dónde está. Pero en el lenguaje del crimen organizado, desaparecer significa secuestrar a una persona, torturarla, matarla y poner su cuerpo en un lugar donde nadie lo encontrará.
Hasta ahora, dice el hombre, no se han encontrado los restos de ninguna de las personas que “desapareció” en la última década.
Por meses, The Associated Press se acercó a fuentes ligadas con jefes de grupos del narcotráfico en Guerrero en busca de entrevistar a alguno de sus miembros que hubiera asesinado personas.
Al final, algunos de esos jefes decidieron que fuera este hombre de 29 años, pero con algunas condiciones: no identificar su nombre, el del grupo o la comunidad donde se realizaría la entrevista. El hombre hablaría frente a una cámara de televisión, con el rostro cubierto por un pasamontañas y su voz sería distorsionada. Uno de sus jefes estaría presente.
Vestido con pantalón de mezclilla, una camiseta deportiva tipo militar, aparentaba menos de los 29 años que dijo tener. Llamaba sobre todo la atención el escudo de la gorra que llevaba puesta: al centro el rostro del mayor narcotraficante mexicano fugado por segunda vez de un penal de máxima seguridad; arriba de la imagen las palabras “El Chapo” y abajo “Guzmán”, y a los lados “Reo” y el número “3578”.
Sobre Joaquín “El Chapo” Guzmán, el líder del cartel de Sinaloa, diría al final: “de todos los malos, pues a mí no se me hace tan malo”.
El asesino, quien no trabaja para Guzmán, asegura que él tiene límites: no lastimar a niños o mujeres. Pertenece a uno de los grupos del narcotráfico que opera en el estado sureño de Guerrero y, aunque mata y “desaparece” gente, no se considera un sicario, tampoco un narcotraficante.
Admite que sus acciones están fuera de la ley y que si es detenido será castigado, pero él se ve como un protector de su pueblo ante las amenazas de grupos rivales.
Llevaba una bolsa cruzada sobre el pecho de la cual sobresalían un par de radios tácticos y algunos celulares, uno de ellos conectado a su oído con un auricular. Por momentos sonaban los teléfonos y se le oía dar órdenes. “Muévanse”, “espérense ahí”, decía. Minutos antes de comenzar la entrevista dejó todo a un lado. Se enfundó el pasamontañas azul y la gorra encima.
Los motivos para desaparecer a alguien son el pertenecer o dar información a “un grupo enemigo”. También el considerar que una persona es un riesgo para su seguridad o la de las personas a las que aprecia, puede traducirse en una desaparición.
El proceso para desaparecer a alguien inicia con la ubicación de la víctima. Prefiere que sea en una casa y en la madrugada, “porque es cuando la gente está durmiendo”, pero a veces también ocurre en algún lugar público. Si la víctima está desarmada, dos personas son suficientes para “levantarla”, como en el argot del narcotráfico se refieren a un secuestro. Si tiene un arma, necesitará ayuda de más personas.
Una vez en su poder, continúa, la víctima es llevada a alguna casa de seguridad o un lugar despoblado para que nadie escuche lo que viene: “sacarle información a la persona, por medio de la tortura”.
Los brazos recargados en la silla, el hombre mueve las manos sobre sus rodillas cuando habla. No se altera frente a las preguntas.
Refiere tres métodos de tortura: golpes en el cuerpo; poner una venda en la boca y la nariz de la víctima y luego echarle agua; choques eléctricos en los testículos, la lengua y las plantas de los pies.
Para torturar a alguien no tuvo ninguna preparación. Todo lo aprendió en la práctica. “Con el tiempo va adquiriendo uno conocimiento de cómo lastimar a una persona para sacar la información que a uno le pueda servir”, dice.
Regularmente la gente habla en una noche. “De las personas que tienen una información y uno se la quiere sacar, el 99% de las personas transmite información que uno desea”, asegura.
Una vez que ha obtenido la información, mata a la víctima. “Regularmente a tiros”, dice.
El problema es que bajo tortura, las personas admiten cosas, aunque no sean ciertas: “Lo hacen con la esperanza de que los dejes de lastimar y que ellos piensan que es su salida de su situación”.
Considera que de todos los hombres que ha desaparecido, sólo tres serían inocentes.
Los muertos son enterrados en una fosa clandestina, arrojados al mar o quemados. Si el grupo quiere dejar un mensaje a otro cartel de las drogas, el cuerpo de la víctima es abandonado en algún lugar público.
De los 30 que él ha “desaparecido”, dice, todos están en fosas.
Las autoridades contabilizan unos 26.000 personas reportadas como desaparecidas desde 2007, de las cuales poco más de 1.000 están registradas en Guerrero. Pero funcionarios de derechos humanos y la experiencia de las familias de la zona de Iguala indican que muchas personas más tienen temor de reportar sus casos, sobre todo en áreas donde se cree que la policía y las autoridades municipales y estatales operan junto o para los carteles de las drogas.
En los registros oficiales, sólo aparecen 24 casos de desaparición desde 2007 en la Costa Grande, la zona donde el hombre dice que él solo ha matado a 30.
“Es mucho más grande el problema de lo que realmente se cree”, dice.
Sólo terminó la primaria, y aunque le hubiera gustado seguir estudiando, cuando era chico no había ninguna secundaria en su pueblo. “Me gustaría haber aprendido idiomas… conocer lugares o países, eso me gustaba mucho”, dice.
Algunos en su circunstancia utilizan drogas, pero él asegura que no: “cuando una persona está drogada no es quien realmente es, pierdes el control de tu juicio, de todo”.
Dice que nadie lo forzó a incorporarse al grupo. Sus padres y sus hermanos no saben lo que hace, pero cree que lo imaginan porque suele ir armado. Usa una pistola .38 súper y un “cuerno de chivo”, como se le conoce al fusil AK-47.
No está casado ni tiene hijos. Aunque le gustaría tener una familia propia, sabe que su futuro es incierto.
“No veo nada”, dice, “yo creo que no puedo hacer planes a futuro, porque no sé qué pueda pasar el día de mañana”.
“No es una vida bonita”, añade.
La vida en una zona afectada por las disputas de los carteles de las drogas no parece ser de algún modo “bonita”. El cartel de Sinaloa controló por años la producción, los accesos y las rutas de tráfico en Guerrero. Luego, los hermanos Beltrán Leyva tomaron el mando del estado y cuando su líder Arturo Beltrán murió en una operación de la Marina en diciembre de 2009, el negocio del tráfico de la pasta o goma de opio y la marihuana se dividió entre varios grupos del narcotráfico más pequeños, incluidos Guerreros Unidos, Los Rojos, Los Granados y La Familia, originario del estado vecino de Michoacán.
Además del tráfico de drogas, algunos carteles en México se dedican a las extorsiones e incluso al tráfico de personas a Estados Unidos. En algunos lugares compran a políticos y a policías para asegurar que nada se interponga en sus negocios. Si es necesario, asesinan a quienes no cooperan.
La violencia suele incrementarse cuando los carteles luchan entre ellos para controlar un territorio o cuando las fuerzas federales lanzan acciones en su contra. Una operación militar impidió que el asesino llegara al primer lugar pactado para la entrevista, pero al siguiente día él y sus jefes estuvieron en una casa de esta zona del Pacífico conocida como Costa Grande, llena de cocoteros y mangos.
En los últimos años, en comunidades del oeste y sur del país, civiles se han levantado en armas para defenderse de carteles de las droga. Sin embargo, las autoridades sostienen que en varios casos se trata de criminales que se hacen pasar como grupos de autodefensa para legitimar sus acciones.
Autoridades federales dijeron a la AP que varias organizaciones del narcotráfico en Guerrero, incluidos los que operan en la Costa grande, actúan como grupos de autodefensa para obtener apoyo de los habitantes.
“No puedo decir que soy autodefensa, pero sí como un grupo de gente que protege, un grupo de gente autónoma que defiende su pueblo, a su misma gente”, dice el hombre.
Reconoce que será castigado si es detenido por las autoridades. “Para ellos no son (cosas) justificables por el tipo de leyes que tenemos, no, pero para mi conciencia -no sé cómo decirlo- es algo que yo justifico, porque estoy defendiendo a mi familia”, añade.
Un grupo rival, asegura, “harían daños mayores”.
Tiene miedo a morir, pero sobre todo le teme a ser detenido por un grupo enemigo. Sabe mejor que nadie lo que le pasaría: “es el mayor temor, hasta más que por ejemplo si yo llegara a morir en un enfrentamiento, porque pues el sufrimiento no sería tan duro”.
Con la misma seguridad con la que cuenta sobre las torturas o sus motivos para incorporarse al grupo, dice que siente “remordimiento” por lo que hace, aunque intenta no pensar demasiado en eso.
“Sea como sea estás lastimando a una persona y al final de cuentas le quitas la vida a una persona y pues queda gente dolida, queda familia dolida”, dice. “Es algo que sí te genera estrés, que te genera cierto remordimiento, porque es algo que no está bien”.
Pero él trata de no pensar mucho en eso. Y aunque sabe el número de personas que ha matado y los lugares donde los ha enterrado, dice que no ya recuerda a sus víctimas.
“Con el tiempo se van olvidando”, dice.