Iguala.- En una árida colina junto a esta ciudad tristemente célebre, Margarita Isidoro blande un machete en busca de su hijo.
La pequeña mujer de 57 años luce zapatillas negras y rosadas y lleva una cartera cruzada sobre sus hombros. Actúa con firme determinación. Da machetazos a arbustos espinosos, enredados y se mete en hondonadas, clavando una y otra vez el machete en la tierra.
Luego se arrodilla y arroja unas rocas hacia un costado.
Isidoro no está sola. Empujados por el interés internacional que ha despertado la desaparición de 43 estudiantes universitarios de una escuela rural de maestros, decenas de padres comenzaron a buscar a sus hijos desaparecidos hace meses, si no es que años, excavando tierra con Isidoro y como nunca habían osado hacerlo ante la pasividad de las autoridades que ni se molestaron en buscar el paradero o los cadáveres de sus seres queridos.
“Sea que esté muerto o vivo, quiero encontrar a mi hijo, ver si vive o no vive”, dijo Isidoro, cuyo hijo mejor desapareció en abril de 2010.
Isidoro no se había animado a buscarlo por su propia cuenta porque le habían dicho que quienes se llevaron a su hijo al sur del estado de Guerrero, podría venir por ella o por otros miembros de su familia. Su hijo, Orlando Catalán, tenía 22 años cuando una tarde salió de su casa a comprar agua y nunca más regresó. Su auto fue encontrado en otro barrio ocho días después. “Ahora estoy dispuesta que si me levanten (secuestran), me levanten. Voy a encontrar a mi hijo”, dice.
Más de 22,300 personas han desaparecido en México en los últimos ocho años según estimados del gobierno, aunque organizaciones defensoras de los derechos humanos creen que la cifra puede ser mucho más alta dada la extensión de las zonas controladas por el crimen organizado. Entre los desaparecidos figuran los 43 estudiantes de la Escuela Rural Normal de Ayotzinapa, que fueron detenidos por la policía de Iguala y entregados a miembros del cartel de narcotraficantes Guerreros Unidos que controla parte del estado. El gobierno nacional dice que los estudiantes seguramente fueron asesinados y sus cadáveres incinerados de modo tal que no pueden ser reconocidos. El alcalde de Iguala y su esposa fueron arrestados y acusados de complicidad en los asesinatos.
Tras la desaparición de los 43 estudiantes se han hecho excavaciones en los alrededores de Iguala y se han encontrado al menos diez fosas comunes. Ninguno de los restos hallados corresponde a los de los estudiantes, pero varios padres de gente desaparecida aprovecharon la ocasión para tratar de encontrar a sus hijos.
Los padres que recorrían esta tierra agreste el sábado pasado expresaron su malestar por la presunta participación de las autoridades en las muertes de los estudiantes de Azotzinapa y las sospechas de que funcionarios del gobierno hayan estado involucrados también en las desapariciones de sus hijos. Los estimula el hecho de que la policía federal aceptó custodiar la zona y que hay una cantidad de periodistas internacionales, según dijeron, como testigos.
Aún así, sienten cierto temor al subirse a sus camionetas y manejar kilómetros por carreteras llenas de piedras para explorar las colinas vecinas en un segundo fin de semana seguido. Los parientes, e incluso un sacerdote que los acompaña para realizar una misa antes de la búsqueda, cubren con cinta adhesiva las placas de los autos para que sea más difícil identificar los vehículos y rastrearlos. No se llaman por sus nombres sino que se refieren al “amigo con el pañuelo rojo” y cosas por el estilo.
La semana previa, unos familiares de desaparecidos hicieron excavaciones en las que hallaron algunos restos humanos. Pero esta vez, bajo un nuevo acuerdo con la Procuraduría General mexicana, sólo identifican los lugares y colocan pequeñas banderas anaranjadas o hacen pilas de piedras para que investigadores federales se ocupen de excavar.
“Para nosotros, todo Iguala es un panteón clandestino”, dijo Claro Raúl Canaan Ramírez, cuyos hijos Hiram Jafeh Canaan Avila, de 21 años, y Omar Canaan Avila, de 24, desaparecieron el 30 de agosto de 2008 en Iguala. Un primo y un conocido que iban con ellos fueron asesinados.
Canaan dice que gente de la zona, que se ha animado a hablar de los lugares donde se cree que hay personas enterradas, fueron quienes los llevaron a esta colina. Explica que busca alguna marca en la tierra que pueda ser indicio de que alguien fue enterrado allí. Él y los demás buscan tierra blanda, que haya sido removida y, a veces, la remueven ellos mismos y la huelen. También buscan botellas de cerveza o indicios de un campamento pues eso puede constituir otra pista ya que las víctimas pueden haber permanecido cierto tiempo allí antes de ser enterradas. No hay que ignorar las piedras, dicen, porque en algunas tumbas han colocado piedras encima de los restos.
“Yo los busqué, pero a mi manera, con mis propios medios”, dijo Canaan. “Pero realmente cuando es uno que quiere luchar contra el mundo, es casi imposible”.
Luego de volver a su base, en una iglesia de Iguala el sábado, Canaan trató de coordinar el horario de los excavadores para la semana venidera. Cada día alguien de la iglesia tiene que hablar con los parientes de los desaparecidos que se presentan y cuatro o cinco familiares deben acompañar a los investigadores a las montañas. Algunos parientes se quejan de que están agotados y que un grupo muy pequeño está asumiendo una carga demasiado pesada, ignorando responsabilidades que tienen en sus hogares. Indicaron que muchos familiares fueron a la iglesia en busca de información, que entregaron muestras de ADN e hicieron denuncias ante las autoridades, pero que luego no volvieron a ayudar a excavar.
Resienten también que sean ellos quienes tengan que buscar los desaparecidos, pero al mismo tiempo creen que ésta es una oportunidad de oro, tal vez única, y no quieren desperdiciarla.
“Tengo mucho coraje (rabia). Mucho odio”, dijo María Inés Román Sandoval, quien busca a su hijo Marco Antonio Méndez Román, de 17 años.
Desde su desaparición en abril de 2013, la mujer vendió casi todas sus pertenencias, su cocina, su tanque de gas, su cama, sus pollos y su maíz, y se fue a vivir con parientes en una casa atestada de gente las afueras de Iguala, en cuyo patio cuelgan algunas piñatas recién pintadas para que se sequen y que usan en los días festivos. Ahora, Román se agacha para despejar algunas piedras e inspeccionar el terreno con la ayuda de un palo a ver si encuentra algo que le permita identificar algo de su hijo.
“Yo sé los zapatos. Yo sé la camisa que se llevó. El pantalón que se llevó también”, dijo. “Voy a seguir buscando, tengo que encontrar respuestas… Cueste lo que cueste voy a seguir”.
Muchas de estas personas se han pasado meses yendo a hospitales, cárceles y morgues. En algunos casos llevan años aferrándose a una esperanza a menudo falsa.
El hijo de Guillermina Sotelo Castañeda, César Iván González, campesino, desapareció el 19 de agosto de 2012 luego de llevarla en auto desde Hitzuco, un pueblo a 45 minutos de Iguala, a Cuernavaca. No volvió a verlo pero conserva fotos de cuando él salía a trabajar por la mañana con una pequeña jarra de agua sobre su hombro, una mochila y un machete. Todavía lo ve cruzar la puerta de la casa de su suegra con tomates, calabazas, limas, o lo que hubiera recogido ese día en el campo.
Meses después de la denuncia inicial de su desaparición, volvió a la comisaría y se enteró de que no había ningún archivo abierto con el caso. Ella y su marido viven en Estados Unidos desde hace más de una década pero enviaban a familiares a las morgues de Chilpancingo, Iguala y Cuernavaca cada vez que aparecían restos no identificados. Ninguno ha correspondido a los de su hijo.
Hace dos semanas, después de ver informaciones de que se estaban encontrando restos humanos en las montañas alrededor de Iguala, Sotelo, de 54 años, se compró un pasaje desde Carolina del Norte, donde reside, a México para reanudar la búsqueda.
Mientras excava la tierra en busca de los restos de su hijo dos años después de su desaparición, Sotelo admite que sigue haciendo los pagos de la motocicleta que el joven había comprado porque sabe lo mucho que la quería y se le partiría el corazón si se la llevan. Mientras se puedan seguir buscando los restos, Sotelo dice que lo hará. Hasta que pueda enterrarlo, para ella su hijo estará vivo.
“Uno tiene que perder el miedo porque si no, entonces, ¿quién va a buscar nuestros hijos?”, dijo. “Nadie lo va a hacer”.